Estabamos sentados en unos sillones a la entrada de su casa. Afuera los chicos aun gritaban «palhaco, palhaco». Me acababa de duchar pero aun estaba sudando por el esfuerzo. Aunque habia sido a la sombra, la lucha por mantener a raya a los 400 chicos, sin que me comieran el escenario me habia agotado. Las colaboradoras de aquel dia, Maria y Silvia, pronto se desentendieron de sus funciones y se dedicaron a pasarlo bien. Lorenzo tenia bastante con tirar fotos con su camara y la mia. Muy bonitas por cierto, como veis.
El dia anterior, sabado, me habia acercado al mercado de Xipamanine a comprar unas chancletas, pues las que tenia no aceptaban mas remiendos. La calle estaba embarrada y al fondo asomaba la torre de una iglesia. Me acerque. El calor era mas pegajoso que comer mangos con la mano. El padre, por el acento, debia ser argentino. «Porteño», me aclaro despues.
Le propuse actuar el domingo. Acepto, aunque tenia que telefonear primero a las ocho de la noche para que me lo confirmara.
A esa hora yo estaba con Loranzo, Maria y Silvia hablando de temas muy trascendentales para el ser humano, del tipo de ponerle sardinas a la pasta o comerla solo con tomate y casi se me pasa la hora. Pero encontre un telefono en el barrio, oscuro, y pude llamarle. Me dijo que mejor actuar a las tres. Acepte, pero me iba a perder la paella. Maqui y Blanca, de casa de Gaiato me invitaban a una paellita. Debia elegir entre comer o hacer reir. No habia duda.
La vision de una sola de las caras de esos chicos, con la boca abierta, mitad risa mitad sorpresa, vale mas que un kilo de azafran.
Tal vez esos grandes ojos negros y esas brillantes sonrisas contengan la respusta que el Padre Ernesto me hacia al terminar el show.