Al principio pensé que era un espejismo, una visión deformada producto de las miles de horas encima del sillín, pero tras confrontarlo con otros ciclistas (locales) he confirmado mis sospechas: a diario hay más bicis en la ruta que vehículos a motor. Incluso estoy viendo gente caminar kilómetros y kilómetros, bajo el omnipresente sol de diciembre. Los pocos camiones que me cruzo ya no aburren con su estúpido claxon sino que se apartan con delicadeza del rumbo, lento pero ecológico, de la bicicleta. Y lo que es más increíble aún es que muchas de esas ciclistas son mujeres.
Una mujer pedaleando es una de las imágenes más sensuales y provocativas que se pueden evocar. Pero cuando esa mujer lleva un colorido shari, un pendiente (o dos en la nariz), te traspasa con sus ojos negros y profundos como nuestras miserias, sus carnosos labios te apuntan y descubren una boca perfectamente blanca, más aún que las nieves del Himalaya, tu bicicleta se agita nerviosa como un potrillo corriendo por la inacabable meseta.
Esa visión es la que diariamente contemplan mis ojos. Me voy a la cama cada noche, cansado, pero deseando que amanezca para volver a cruzar mis miradas con esas mujeres nepalíes, de pieles oscuras como las africanas, de pedalada suave como la tela del shari.
Cuando la nepalí pedalea, con su trenza rozando el sillín, se me mueve la carretera, el Himalaya parece sacudirse como por un terremoto y mi sonrisa crece como los kilómetros en mi contador. Su cadencia es ligera, suave como la nana que se cana a los niños al dormir, y parece que la carretera es la que va quedando atrás, rendida ante tanta belleza. No hay esfuerzo en su movimiento de piernas sino puro baile. El sol de la tarde dora aún más si cabe su piel y realza sus blancos y alineados dientes. Uno desearía morir en ese instante en que la nepalí te mira y te sonríe. Cada una diferente, cada una de su padre y de su madre, y todas atractivas.
Me encuentro en Nepal, un país que me recuerda mucho a África. Por lo supra mencionado de las mujeres, pero también por los diarios cortes de
luz, por ver a las mamas cargadas como mulas acarreando leña, por observar de nuevo a niños trabajando, por ver a gente caminando con los zapatos en la mano, por contabilizar menos comercios en las aldeas y por la escasez de hoteles. Hay días que tengo que rodar más de cien kilómetros para poder llegar al único hotel del único pueblo que lo tiene. Allí, entregado como el toro tras la faena de muleta, no puedo negociar el precio. Tan sólo asentir. Afortunadamente no supera generalmente los dos euros. Me encuentro sin embargo con dificultades económicas. No se qué ley del gobierno prohíbe a los locales la posesión de moneda extranjera y tan sólo se puede cambiar en algún banco oficial. El primero lo encontraré tras seis días en el país, por lo que sobrevivo ahora con una media de dos euros y medio por día. La comida es barata y por 0,60 céntimos de dólar puedes comer el plato de la foto y repetir las veces que quieras. Lástima que no se pueda repetir de ciclista nepalí. De momento ni siquiera probar, sniff. Me siento como visitante de una fabulosa exposición pictórica: ver pero no tocar.
Desde Nepal (para la sensualidad Letal), Paz y Bien, álvaro el biciclown.
Una habitación de hotle nepalí | Campos en flor |
Más de 20 kilos en la cabeza | A trabajar con mamá |
Preciosa imagen!
QUE VACANERIA, SE VE LO MÁXIMO DE NUESTRA PACHA MAMA.