(Lublin) Hay una parte de la Tierra que parece colgada del Polo Norte, como la lámpara de araña del salón de la casa de tu abuela. Tres países fluyen como un río de ese punto: Finlandia, Noruega y Suecia. Hace poco más de un mes llegué al punto más al norte de Europa, Cabo Norte, y ya he comenzado el rápido descenso para evitar que las nieves me hagan hibernar por esos confines del mundo.
Al acceder al centro de Helsinki por un carril bici, que se encontraba y se perdía a si mismo, aproveché lo que sin duda serían los últimos rayos de sol de un verano ya obsoleto que balbucea o tartamudea su calor. Un sol que es también como esa lámpara de araña del salón de tu abuela que ni encendida consigue iluminar todos los rincones de la estancia.
Helsinki iba a significar la salida de una zona del mundo que me hizo apretarme el cinturón al máximo. Ver vídeo. Nada de verduras, helados, cervezas…, salvo cuando era invitado por algún nuevo amigo que el camino me ofrecía. En el barco vikingo, de la compañía viking line que amablemente me cedió al pasaje, disfruté de un capuccino y me despedí con una gran sonrisa de los países nórdicos. Ya podía dejar de mirar a las nubes con miedo, si llovía no sería por varios días, ya podía pasearme por la sección de frutas y verduras del supermercado con el gesto confiado, sosteniendo desafiante la mirada al kilo de tomates, retando a las cervezas que se alineaban en la puerta del refrigerador, inconscientes, ignorantes de que esta vez si, esta vez yo podía abrir la puerta y llevarme una conmigo.
Entre los países nórdicos y los países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania) que ahora he pedaleado hay apenas una semejanza: la palabra país. Claro que hay bastantes similitudes en la lengua entre el estonio y el finlandés, pero a medida que me alejo de la capital, Tallin, se acentúan las diferencias. Carreteras más pequeñas, menos tráfico y lo que iba a ser una tónica durante varias semanas: este año la cosecha de manzanas será espectacular y los árboles se doblan vencidos por su peso como la lámpara de araña de tu abuela.
En los supermercados compro naranjas, zanahorias, cebollas y hasta un aguacate (¡por fin!) pero nunca manzanas. Van de regalo para quien pedalea por Estonia o Letonia. Un atardecer y a punto de abandonar Estonia me adentro por un parque nacional zarandeado por un terreno bacheado y arenoso. Me detengo en una casa a pedir agua y la mujer me invita a pasar a la cocina para que sea yo mismo quien las rellene. Gran diferencia con los países nórdicos donde rara vez que esto me ocurría era invitado a cruzar el umbral. La mujer de Estonia me pregunta en un inglés medieval dónde voy a acampar (nueva demostración de que la falta de un idioma común no impide la comunicación con nuestros semejantes) y le comento que por ahí, bajo cualquier árbol que tenga manzanas.
Me acompaña junto a su San Bernardo a un terreno cerca del río y me dice que todo ese inmenso espacio está a mi disposición esa noche. Se va no sin antes recordarme que puedo bañarme en el río y que el vecino es amable y no pondrá problemas.
No me da tiempo a terminar de montar mi casita de tela cuando el vecino se acerca para decirme que soy bienvenido y que, si deseo, la sauna está lista.
Ya lo creo que me apetece. Tomo mi toalla y la ropa limpia y me aproximo a su casa. Su madre está embotellando jugo de manzana y me da una botella de un litro. Mi recién conocido, de quién aún no se el nombre, me invita a seguirle a otra casa más pequeña que es la sauna. Media hora después de haberle estrechado por primera vez en mi vida la mano a esa persona estamos los dos en cueros pelados sudando la gota gorda dentro de la sauna calentada por madera del bosque. Y diez minutos más tarde estamos lanzándonos de cabeza al río, y en cueros claro está, con un sol que avergonzado ya ha cerrado los ojos.
Antes de volver a la sauna recuperamos la temperatura normal con una cerveza y charlamos de la vida, de las manzanas, de su trabajo, su familia… El río está tranquilo, la tarde se ha detenido y ni siquiera pienso en que aún no he comido, o que mi bici y todas mis cosas (pasaporte, tarjeta, equipos electrónicos…) están en mitad de un campo, abiertas, disponibles.
He ganado la confianza de la Tierra, he dejado que sea ella la que me abrace cada noche y van más de 4.300, la que me enseñe el camino a seguir, la que me indique qué puerta de qué casa he de tocar para pedir agua. La intuición del nómada es mucho más poderosa que el mejor gps, es un sentido desarrollado a fuerza de necesidad, prueba-error, prueba-error, y acaba funcionando con exactitud. Mis ojos son una máquina de rayos X que descubren lo mejor de cada persona en medio minuto de conversación, están abiertos y atentos, positivos y anhelantes de buenos encuentros. Mi alma es flexible como las ramas del manzano; si un año hay buena cosecha se doblan y al otro, escaso de frutos, se muestran firmes recuperando fuerzas para lo que ha de venir.
En Letonia las carreteras son un poco peores y los conductores, en consecuencia, también. El alcohol en estos países se consume con demasiada facilidad y en los pequeños supermercados la sección de vodka tiene más lugar en las vitrinas que la de verduras. Entrando a Riga recibo una llamada de mi ángel de la guarda que me avisa que está de vacaciones y me aconseja tomar el tren para los últimos treinta kilómetros antes de entrar a la capital de Letonia. Le hago caso y por cinco euros evito acceder a Riga con el sol batiendo fuerte en la cara de los agresivos conductores que buscan con urgencia salvar la distancia entre su trabajo y su casa.
Alex es francesa y trabaja en el Liceo Francés. La contacté gracias a la magnífica web de Warmshowers y me invitó a su casa. Creps bretones para cenar, un poco de chocolate y agotado caigo en el suelo para dormir. Therma rest me envió una esterilla nueva a Turku (Finlandia) para sustituir la mía que ya no era tan mullida como hacia cinco años atrás cuando me la entregaron en Nueva Zelanda. Mis anfitriones no entienden que prefiera dormir en el suelo sobre mi esterilla que en su sofá o en la cama, pero mi nueva esterilla es mi mejor cama: dura y suave a la vez, como las ramas del manzano.
Las carreteras secundarias de Lituania entran en la categoría de caminos africanos, los árboles ya no vienen con tantas manzanas, pero sigue aumentando la reserva de vodka en las tienditas de los pueblos. Como no encuentro dónde quedarme en Kaunas meto la directa y entro en Polonia por una frontera desprovista de controles. Viejas alambradas de espino son devoradas por la maleza y por espinos de verdad.
Polonia se revela pronto como un extraordinario país para la bicicleta por los siguientes motivos:
– las carreteras secundarias o terciarias está asfaltadas y con muy poco tráfico.
– hay bosques casi cada veinte kilómetros en los que es fácil esconderse para pasar la noche y hacer un fueguito para calentarse.
– el euro no tiene nada que hacer aquí, y la moneda local me es mucho más asequible. O me controlo o tomo cerveza a diario. Me controlo. Día si, día no.
Desde Junio he estado haciendo dos mil kilómetros por mes. Primero era para llegar a Cabo norte antes del frío otoño y más tarde para llegar a Lublin (Polonia) antes de que mis amigos de Molaviajar se fueran a otra expedición por el mundo. Lo conseguí con sólo dos días de antelación.
Estoy agotado del esfuerzo. Karma, mi querida bici, ha superado ya los 160.000 kilómetros en menos de doce años y es momento de bajar un poco el ritmo.
El amigo Flaco en Berlín está haciendo un trabajo descomunal para sacar al aire la nueva web y debo trabajar en nuevos proyectos literarios y, como no, seguir buscando contactos para un posible show en Grecia para los refugiados, charlas en el Cervantes de Atenas…
Pero ahora, me voy a cortar el pelo, por fin estoy en un país en el que no me costará más de 5 euros. La última vez que pregunté, fue en Estonia, y querían 30 por meterme la tijera.
Paz y Bien el biciclown.