desde mi yurta

Desde mi yurta

Emociona ver que un edificio entero se consagra al arte del Circo. Lejos de las carpas estacionarias, el edificio del circo en Bishkek tiene salas de entrenamientos y hasta caballerizas. El número de los caballos era sin duda el más impresionante, con jinetes cabalgando a velocidad de vértigo dentro del pequeño círculo de la pista: sentados del revés, de pie y hasta pasando por debajo del animal sin que este se detuviese.
No en vano los kirgisas son desde muy antiguo afamados jinetes. Mucho mejor que conductores. Éstos últimos piensan que las lineas blancas de la ruta son adornos que el gobierno ha pintado con motivo del día nacional. El uno de septiembre volvía a la ruta. Acompañado por unos días por Andie, el austríaco con el que vengo pedaleando desde Tashkent. Pero pronto nuestro dispar ritmo nos distanció. Mis quince kilos de peso de más, sumados a mis once años de ventaja sobre él, provocan diferentes maneras de viajar. Kyrgyzstan no perdona una cana de más. Tal vez nos encontremos en el camino y brindemos con alguna cerveza por las cumbres de Kirguizistán.

Sus pasos de montaña de más de tres mil metros me recuerdan mi edad y me obligan a empujar a kogadonga por las nevadas laderas. La noche es muy fría. Con valores negativos y tormentas de agua que se desatan en un abrir y cerrar de alforjas. Una helada mañana compruebo que dos de ellas están rajadas y paso las horas reparándolas y aguardando a que el pegamento haga su función. Si hay algo importante últimamente en mis alforjas son los repuestos, parches y demás utilería. He llegado a los tres mil quinientos metros. Un paso de montaña que tiene las puertas abiertas solamente en verano. Esconde un tesoro que bien vale la pena los días de esfuerzo sobre la bici: el lago Song Kol. Claro es que se puede subir aquí en un cuatro por cuatro. Pero se contamina más y se disfruta menos. El placer tiene siempre su factura escondida. Song Kol es un lago a tres mil metros de altura, rodeado por interminables praderas salpicadas por yaks, vacas, caballos y ovejas. A lo lejos se divisan diminutos puntos blancos. Son las yurtas. La casa nómada por excelencia. Se montan en una hora y dentro la nieve y el viento no tienen cabida.

Curiosamente son de forma circular al igual que la carpa de un circo Generalmente a la derecha de la puerta según se entra se halla la cocina. Alimentada por boñiga seca de yak. En el otro lado la montura del caballo. Al fondo los colchones y mantas. Cuando mayor sea la pila de éstos mayor será la riqueza de la familia. Mi tienda se monta en menos de cinco minutos, y es un refugio seguro contra el viento y la lluvia. En ella he pasado muchas horas: escribiendo el diario, estos reportajes, reparando el material, cocinando, y mirando el mapa para descubrir el camino a seguir. Cualquier camino que no sea circular me sirve. Si el material me respeta y el tiempo deja de jugar al gato y al ratón con mis prendas de invierno, me acercaré a la frontera china. En concreto al famoso Torugart pass Cerca existe una construcción del siglo quince muy especial. Es un caravanserai, una de esas posadas y fondas utilizadas, mucho antes de que a Marco Polo le salieran los primeros dientes, por los viajeros que seguían la ruta de la seda.Más sin salir aún de Kyrgigistan, mi camino hacia Osh es largo y empinado. Pedregoso, nevado, y por momentos luminoso. Como cuando un halcón levanta el vuelo a escasos metros o cuando al sol le da por encender los colores de la montaña y un lago refleja las nevadas cumbres.

Desde mi yurta o desde mi carpa, con la nieve estrellándose inútilmente contra las pieles que recubren la estructura de madera, y la estufa haciendo confortable la estancia en este inhóspito y embrujador lago, Paz y Bien, el biciclown

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Quería ver mi pasaporte
En mi yurta
Paisajes de locura Serpientes que asustan

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