chinos

Dejad que los chinos se alejen de mi

Hoy, como aquél día, la bici se rompió. Aunque esta vez ha ocurrido de día y he podido repararlo fácilmente. Aunque hoy como aquel día he deambulado por las oscuras avenidas de la ciudad sin acertar a encontrar un lugar donde dormir. Aunque tras tres horas he conseguido una cama de un dormitorio en donde estoy escribiendo en el ordenador y recapitulando cómo han sido los excitantes días desde Kashgar hasta aquí. No he podido contarlo antes por Internet porque de haber durado mucho más mi conexión es posible que debiera continuar el viaje a pie. El Internet de Tashkourgan estaba oculto (sin un solo cartel que lo anunciara) en un asqueroso segundo piso de un cochambroso edificio. Le pedi al chico de la tienda de al lado que le echara un vistazo a la bici y, cuando he bajado a ver si estaba todo en orden, la tienda había cerrado y por supuesto el chico se había ido. Es normal en este país el absoluto desinterés por ayudar. Preguntar algo y no obtener respuesta es lo más normal. Ni en el África más negra encontré tanta desgana. Los chinos, al menos estos que he conocido, viven en su mundo y en absoluto les interesa el tuyo. Pero hay otros chinos. Los que hacen turismo por esta parte de la china, ataviados con sus potentes cámaras y sus obscenos objetivos. No les basta que les digas que NO, cuando pretenden hacerte una foto en medio de una subida de cuatro mil metros de altura. Además quieren una explicación. Y la desean en chino pues el inglés no lo practican.

Pero yo vengo de las montañas, donde el cielo es tan azul que las nubes se convierten en nieve para no dar la nota. Las altísimas cumbres nevadas relucen aun más sobre el fondo más azul que el mar, emergiendo del valle. Son ellas, las montañas, el único cultivo de la zona donde nada más puede germinar. Los turistas, encerrados en sus jaulas de cuatro ruedas, contemplan esta maravilla a través de un cristal. Aunque muchos duermen. Afuera hace demasiado frío para bajar la ventanilla. Los más intrépidos tratan de tomar fotos desde el asiento sin despertar a su compañero que parece que no ha dormido en siete noches. Pero esas fotos son inútiles para recordar la inmensa belleza que aguarda detrás del sucio cristal del coche.

Es como beber zumo de naranja recién exprimido con una paja rota. Afortunadamente las montañas no mienten. Regalan su belleza sólo a quién dedica largo tiempo a observarlas (no basta con fotografiarlas). Son un tesoro aparentemente visible pero que permanece oculto a las lentes japonesas tan caras. El frío y la altitud son sus guardianes. Y el tiempo su inseparable aliado. Los turistas tienen frío, padecen mal de altura por haber subido tan rápido y carecen de tiempo pues deben ir a fotografiar otros paisajes.

El silencio retumba en las paredes de roca y nieve. No hay postes de electricidad, ni anuncios sobre móviles y no hay más música que el latir del corazón a cuatro mil metros de altura. Ni siquiera los aviones más potentes sobrevuelan estas cumbres. Observarlas es un ejercicio de humildad, de resignación, de impotencia. Ni escalándolas se poseen jamás. He cambiado de país y bastantes cosas han evolucionado. Los policías pakistaníes son una de ellas. En vez de proceder como sus colegas chinos que antes de darte los buenos días ya te han pedido el pasaporte, y en vez de decir a todo que NO (por norma), los oficiales pakistaníes, que cobran 120 dólares al mes te sonríen, no quieren ver tu foto en el pasaporte, te invitan a te y antes de que hayas preguntado si puedes dormir en el puesto fronterizo ya ellos te lo han ofrecido. Aunque lamentablemente los niños te piden Uanpen (un Boli), como ocurría en Marruecos. No son culpables. Los estúpidos turistas que durante años han pasado por aquí tirando bolis desde el coche tienen algo que ve.

Desde el valle de Hunza, sin bajar aún de los dos mil metros desde hace más de diez días, Paz y Bien, el biciclown.

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A la tarde refresca mucho Sufrir y disfrutar a la vez
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Un hotel a 3700 m No molestar, SIESTA

 

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