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Tengo y no tengo

Estos días en Turquía, mi tienda se ha revelado como el mejor hotel y me ha permitido descansar en algunos lugares de ensueño. Con vistas que ni el más rico de los hombres puede soñar, bajo cielos estrellados, con el sol colándose por la tienda a las seis de la mañana y con el despertador natural de los pájaros que me recuerdan que vivo en plena naturaleza. No siempre es fácil dar con un buen emplazamiento para la tienda y, a pesar de las miles de noches acamapando, en ocasiones tardo más de una hora. A veces es una casa en construcción, otras una casa abandonada, otras un sendero casi desapercibido que sale de la carretera principal y por el que me aventuro sin saber muy bien a donde voy, guiado tan sólo por el olfato nómada.

Pocas veces tengo que recurrir a las gasolineras. En parte porque no me gustan, salvo para tomar té. Siempre hay coches que paran a repostar de madrugada, huele demasiado a gasolina, suelen estar sucias y, como digo, salvo para tomar té no las frecuento. En Turquía el té va siempre unido al saludo y viceversa. Al

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día suelo beber unos 5 ó 6 tés. Todos invitado por la gente del lugar. En las gasolineras, parar a llenar las botellas de agua y tener un vaso de té en la mano es sinónimo. Permanentemente tienen agua hirviendo y, al lado, una tetera con té concentrado que mezclan en pequeños vasitos en proporción de 1 de té por 3 de agua caliente. Los turcos que me voy encontrando son gente muy amable y si no fuera por la barrera del idioma, ya estaría bromeando mucho más con ellos. Pero voy con calma. De momento aprendo los números, los saludos, a dar las gracias (siempre lo primero que aprendo en cualquier idioma es GRACIAS), y poco más. Pero es que últimamente me invitan hasta al internet. En los tres últimos pueblos ha sido así. Parece como si les ofendiera al quererles pagar.

Cuando salí de Chipre lo hice dejando atrás dos nuevos amigos: Mustafá y Levent. Con ellos compartí varios días en la isla, disfrutando de su hospitalidad. Levent ha vivido muchos años en Asia Central y ha aprendido divertidas recetas de cocina que ponía en práctica conmigo. Me acompañaron hasta el barco y, en un gesto rápido, Levent pagó por mí las tasas de salida del país. Otro gesto más de generosidad para con el, hasta hacía cuatro días, desconocido. Al despedirse Mustafa me decía: «no nos olvides». Sería penoso si lo hiciera. A pesar de ser cientos (¿miles?) las personas que me han ayudado, de todos guardo recuerdo en mi memoria y sobre todo en mi corazón.

Hoy he plantado mi tienda entre pinos de montaña, a más de 1.200 metros, con las montañas nevadas como telón de fondo. Afuera el viento aulla y amenaza con darme la nochecita, pero «nunca llovió que no parara». La noche anterior fue peor. Acampado cerca de la vía del tren, comprobé que ese medio de trasporte es muy querido por los turcos. Más de 7 trenes circularon por la noche haciéndome saltar del saco en más de una ocasión pues pensé que entraba directo por la puerta. Estoy cerca de uno de los lugares más hermosos de Turquía: la Capadocia. Si el hombre no la ha estropeado demasiado, es un lugar precioso por naturaleza. De allí a Ankara unos 7 días. Tal vez vuelva a ver a Nazli, la chica que me alojó en su casa en Adana, y a la que (aleluya¡¡¡) le han dado la visa para ir a Salamanca a estudiar español.

Como dice Luis Rosales, vivo «como el naúfrago metódico que contase las olas que le faltan para morir y la contase una vez y otra vez, para no equivocarse…», así voy yo, despacito, pensando hasta en respirar, porque lo que tengo es muy grande y no quiero perderlo.
Desde Turquía, día 1206, Paz y Bien, el biciclown.

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