Los campos de caña de azúcar están quemados, tras la recolección, y el aire se vuelve denso, pegajoso y dulzón. A mediodía la temperatura se acerca a los 30ºC y todo lo que está al descubierto es desgastado por el sol. Hay un viento del sur que me empuja y me aleja de Bangkok. Allí he pasado muchos días trabajando en la nueva web. Los resultados tardarán aún en verse pero os aseguro que serán espectaculares. Me detengo en los pequeños restaurantes de carretera y disfruto de la gastronomía local. Todos los platos son preparados al instante. Recuerdo aquéllos días en Indonesia donde al volver del baño ya estaba la comida servida. Mató el hambre y unas horas, las centrales del día, en que el sol es más peligroso. Al atardecer busco uno de tantos templos y trato de hacerme entender para conseguir extender mi esterilla y dormir. Las noches no son muy tranquilas. Los perros se acercan, por turnos, a visitarme. No son tan amistosos como los monjes.
Deben estar celosos y deben creer que tendrán que compartir conmigo su comida. También se turnan para ladrar y hacer que la noche sea movidita. Pero es lo que hay. Echo una cabezadita al borde de la ruta y recupero las horas de sueño. Con Karma voy buscando las carreteras más pequeñas que me guíen hasta el norte. Dispongo de diez días antes de retornar (esta vez ha de ser por tren) hacia la frontera de Camboya donde la luna sigue engordando para nuestra cita del día 28.
Desde Si Thep, día 1914, Paz y Bien, el biciclown.
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