Los postreros días en Bolivia recorrí la base del Nevado Sajama. La montaña más alta de ese país. Por pistas de arena, pedaleables, y llegando hasta el mismo pueblo de Sajama, que cuenta con tres hostales cada dos casas. Desde ahí la ruta subía, de nuevo por asfalto, hasta el pueblo de Tambo Quemado. El lugar no es más bonito que el nombre. Una parada obligatoria de camioneros que van hacia Chile, y el último pueblo en el que aprovisionarse de comida para entrar en Chile. Desde ahí comienza una subida, con rampas del 10%, que se me hizo interminable, hasta llegar a Chungara, ya en Chile, donde se realiza el trámite obligatorio de aduanas. Todas las maletas de la bici deben pasar por la máquina de rayos X, aunque los inspectores (tal vez por tratarse de un ciclista) no hicieron mucho caso del contenido de mis alforjas y me dejaron pasar sin abrirlas. En todo caso no llevaba frutas ni hortalizas. Artículos más prohibidos en Chile que la cocaína. Cargué mis botellas de agua y me di la vuelta por donde había venido hasta encontrar, cien metros más atrás, una pista de tierra que conducía hasta mi refugio nocturno. Unas termas naturales dentro de una cabaña de piedra. Eran la Termas de Chirigualla en la Reserva nacional de las Vicuñas. La bajada desde los 4.200 metros coincidió con otra tormenta de granizo. Tenía tantas ganas de llegar a las termas que no me percaté de que se me cayó el espejo retrovisor durante el descenso. Me di cuenta al llegar a las termas y, aunque retrocedí caminando un par de kilómetros, no lo vi. Bueno, otra de las pérdidas del viaje. Me metí en la piscina de agua super caliente y me dispuse a relajarme. Era fácil en ese lugar. Un auténtico onsen japonés, pero privado. Me preparé la cena y salí a contemplar la puesta de sol. En ese momento un hombre con pasamontañas se acercó. Tenía la mano izquierda oculta, detrás de la espalda. No me asusté aunque las perspectivas de ese encuentro no eran nada halagueñas.
-Hola, me dijo.
-Hola, le contesté, ¿ Puedes quitarte el pasamontañas?
Para hacerlo necesitaba las dos manos, y entonces vi que en la mano izquierda que tenía detrás de la espalda, guardaba mi espejo retrovisor. Había venido a entregármelo.
Timoteo es un pastor de llamas que vive no muy lejos y que se ha encontrado con varios ciclistas que, al igual que yo, han pernoctado en el mismo refugio. Sin saberlo teníamos amigos en común. Le invité a un te y a un poco de mi pastel y se fue con sus perros en la dirección en la que se ocultaba el sol.
El camino es un barrizal que obliga a buscar vericuetos por los que pasar la rueda sin que se embarre. La ruta hasta el Salar de Surire la comparto con los camioneros de la mina cercana. Me recuerda a ese tramo entre Dead Horse y Fairbanks, en Alaska. En aquélla ocasión fueron siete días; esta vez sólo un par. Los carabineros de Guallatire me invitan, tras unos diez minutos de conversación informal que acaba despertando su curiosidad, a pasar al interior. Allí el almuerzo está listo y soy invitado a la mesa. Arroz con carne y ensalada de tomate con más preguntas. Su escepticismo ante mi forma de vida se refleja en cada bocado. Antes de irme, Cristian, un carabinero, produce como por encantamiento una ración de comida de combate. Su contenido: arroz con pollo, estofado de carne, pastel de vainilla, pan, y otras maravillas gastronómicas que endulzarán mis días en el camino. Es la ración de un día de marcha para los carabineros pero que yo estiraré hasta tres días.
Doy un rodeo de treinta y dos kilómetros por la parte Este del Salar de Surire, acompañado de vicuñas y flamencos. El camino es muy malo, con mucha arena y esas partes que hacen temblar todos los tornillos de la bici y los empastes. La finalidad no es otra que llegar a las termas de Pollequere. Una piscina de agua caliente al aire libre, con un fondo de barro negro que hace que caminar sea un ejercicio de equilibristas. El tiempo aconseja no prolongar el baño. El cielo truena y me espera otra tormenta de granizo. En esta ocasión se prolonga por cuatro horas y debo montar la tienda de campaña bajo la lluvia. Acampo cerca de un pueblo abandonado, cuyas casas se derrumban bajo la lluvia persistente, y confío que mañana salga el sol un poquito más de media hora. Pero ni media hora. Me queda un paso de 4.500 metros, cubierto de nieve, y el descenso a un valle que parece el del Ngorongoro en Tanzania. Sólo faltan los leones y elefantes.
La pista sigue en mal estado y no parece que llegaré nunca a Colchane. Ya no me queda la ración de combate y debo utilizar mis propias municiones. Pasta con paté. Compré en Tambo Quemado unas latas de picadillo de carne pero al abrirlas lo que contenían era paté. Al menos me queda salsa de tomate con el que hacer la pasta más tragable.
Me las prometía felices llegando a Colchane, primer pueblo chileno en cinco días, pero mi gozo duró lo que tardé en recorrer la única calle del pueblo. No había tienda de alimentos ni luz. Pero tuve suerte. En el otro lado de la frontera con Bolivia, el pueblo de Pisiga, celebra su feria quincenal. Recorro caminando los tres kilómetros hasta la frontera y paso sin siquiera sellar mi pasaporte. Almuerzo en Bolivia, gasto mis últimos pesos bolivianos y hasta puedo conectarme a internet. Regreso a Chile ocultando dos plátanos en la entrepierna (será mi almuerzo de mañana) y voy a descansar.
Tras lavar con cariño a Karma y darle las gracias por haberse portado como una campeona en esa batalla contra el barro y el cielo, me voy a dormir pensando que hasta Iquique todo será bajada y asfalto. Sólo lo último es cierto. Hasta llegar a Chusmisa, otras adorables aguas termales en las que paso la noche, todo es subida y bajada. Dos veces paso por encima de los 4.300. En Chusmisa el destino me es favorable. Una pareja de chilenos que han ido a pasar el domingo me ven llegar y me hacen las habituales preguntas. Tras cuatro minutos de conversación, Carolina y Mariano acaban invitándome a su casa en Iquique. Al día siguiente recorro 157 kms para poder llegar al Pacífico y volver a ver la ciudad, Iquitos, a la que había llegado en bici en el 2.002, tras recorrer el Desierto de Atacama. Al igual que en aquélla ocasión entré a Iquitos agotado, hambriento y sediento. Pero saber que tienes un lugar en el que descansar facilita las cosas y hace que pedalees más rápido, aunque sea contra el viento del desierto.
Desde el piso 17 de un apartamento chiquitito pero muy acogedor, con vistas al Pacífico que no veía desde Lima, Paz y Bien, el biciclown.
Iglesia de Isluga
La llama y el Sajama
Un mal paso en un mal camino
Comida de combate, gracias Cristian.
campe on!!!!
Echándole eggs a la pura vida.
No se si te queda mucho mucho por sufrir con alegría.
La carretera pronto se acabará.
que no se te olvide girar a la derechacuando llegues abajo del todo.
Hola alvarito, muy conmovedoras tus palabras, alvarito deja de castigarte tanto con esas trochas que escojes, busca caminos secundarios pero que por lo menos tengan asfalto, saludos paz y bien para ti.
preciosas fotos y mejor relato, muchas gracias por compartirlo
Espectacular paisaje. Espero, que te vaya bien en Chile. Saludos.
Alvaro: la ruta 1 que va de Iquique a Antofagasta es sencillamente maravillosa. Esa combinación de desierto, montañas deserticas y mar es imperdible.
Nota al margen: en la parte final del texto se te mezcló Iquique con Iquitos….suele pasar. Un abrazo y buen «vidaje»
saludos alvaro sigues recorriendo tierras bellas y duras por Bolivia con gran esfuerzo con tu bicicleta que es el mejor medio para recorrer a una velocidad media parajes que de otro modo serian difíciles de conocer. adelante campeon
Si necesitas techo en Santiago avísame. En FB me encuentras con una foto de perfil con una bicicleta en Islandia.
¡¡¡Que duro clima,el suelo,imposible…. que belleza de lugares,cuanto mayor es el esfurzo es mejor la recompensa!!paz y bien para ti,Alvaro Neil,Biciclown!!
Sos una inspiración hermano…
Grande biciclown