(Zurich). Amo el olor a hierba cortada y el tiempo que discurre entre llegar y sentir que has llegado. El olor me recuerda que el hombre aún trabaja la tierra, aunque se valga de máquinas para ello. Se trata, es obvio, de minimizar el esfuerzo sin perder la dignidad que nos otorga el trabajo físico. Su dignidad y también su recompensa posterior en forma de suspiro, sudor, agujetas o simplemente, ese sentir que lo has hecho, que has completado la tarea.
Pero cuando de vivir se trata, ¿cuál es la tarea? De pequeños nuestros sueños eran irrealizables, no porque en sí lo fueran, sino porque nuestras capacidades y recursos aún no estaban a nuestro alcance. De adultos hemos desarrollado las capacidades y hasta tenemos los medios para hacerlo, pero hemos renunciado a esos sueños de niño y los hemos canjeado en el mercado de valores: hemos cambiado tiempo por teléfonos, paz por más seguidores en redes sociales, y salud por pastillas.
Nos hemos olvidado que no se trata de vivir, pues para eso basta seguir en piloto automático, se trata aquí de aprender a vivir, como un día aprendimos a comer la sopa sin verter el líquido o a servirnos agua de una jarra que pesaba más de un kilo. Nuestro entrenamiento necesario para tal ejercicio físico se suplía con nuestras ganas, nuestros deseos de beber, nuestra ignorancia de nuestras propias habilidades. El agua se caía muchas veces, y es así como aprendimos.
A vivir se aprende rompiendo algunas jarras. Es por ello que siento un poco de desconfianza en el futuro.
Tras dos meses recorriendo en bici (movida por el corazón) unos cuantos países de centro Europa con la guapa Lorena, he visto demasiadas bicis eléctricas. Demasiadas quiere decir que no creo que todo el que iba encima de esa bici justificara la necesidad de ser llevado por un motor eléctrico. El camino en muchos casos discurría plano, paralelo a un río, y la mayoría de las personas no presentaban deficiencias físicas. Si, claro que alguno dirá, que si tenían un marcapasos yo no lo sabía, pero me refiero a que al menos el 80% de las bicis que veíamos a diario eran eléctricas. Y en algunos casos se trataba de niños de 12 años los que iban en esas llamadas bicis, aunque más bien me parecen motos con estribos, pues los pedales ni los movían. Decidimos llamarles electriclistas.
Cuando una persona no ha experimentado esfuerzo alguno en un desplazamiento de 50 kilómetros no puede sentir ese gusto por el trabajo hecho. Ha llegado, si, pero no siente que ha llegado, pues lo han llevado.
En algunas ocasiones durante la vuelta al mundo tomé un avión, por ejemplo, para ir de Nueva Zelanda a Hawai. No sentí nada especial al llegar a esa isla, más allá de cansancio por las horas de vuelo, pero mi cuerpo no había hecho nada para estar ahí. El mérito era de mi tarjeta de crédito.
Nadar sin mojarte la piel, beber sin tener sed, que te lleven en avión, subir veinte pisos en ascensor, abrir la décima lata de cerveza de la tarde o ver la novena temporada de una serie, son actos que carecen de ese componente humano de conquista que le otorgan valor a nuestra existencia.
La gente confunde sufrir con esforzarse y se pasan de frenada al querer viajar en bici encima de una moto eléctrica. Al final lo que consiguen es una vida tan estable y sin sobresaltos como el sonido del monitor del hospital de una persona que ha fallecido. Un pitido homogéneo y aburrido, sin ritmo ni melodía.
Muchas personas han subido a la misma montaña a la que yo he llegado horas después en bicicleta. Esa cima no es importante, podría estar más alta, más lejos o simplemente no existir. No hemos venido a esta vida a llegar a ningún lugar sino a sentir que ya hemos llegado y para eso no hace falta correr más, sino observar más, reducir la velocidad y hasta las etapas.
Vivir no es una carrera que gane el que haga más kilómetros con el menos esfuerzo. Vivir es un juego cuyo final es de sobra conocido y a dónde uno debe llegar sabiendo que ha llegado, que cada día está en su lugar, que cada día es una estación de llegada, con sus puertos y sus celebraciones, con sus fracasos y sus logros. El balance final que hay que hacer en la vida no tiene que dar positivo ni negativo. No hay balance al final de la vida sino a cada instante. Cada momento es en si mismo un final de algo y un inicio de otro proceso. Podemos quedarnos parados, como muertos, y hacernos algunas preguntas:
– ¿ me acompañan las personas que quiero?
– ¿si esto se acaba hoy, he exprimido el limón?
– ¿soy lo que quería ser de pequeño?
Muchas personas me escriben pidiéndome consejo para manejar sus miedos, para que les de las claves para entender su vida y tener el coraje de vivir su sueño y dejar un trabajo fijo como yo hice en el año 2001. No tengo las respuestas, solo que que cuando las preguntas dejen de incomodarte estarás en el camino de la paz interior. Hasta entonces deseo que puedas Vivir con serenidad, aceptando la incertidumbre. (El enlace te puede ayudar).
Paz y Bien, el biciclown.
Buenos y maravillosos dias,
Jolines la verdad es que últimamente me paso los días y las noches leyéndote, ya he encontrado mi pasión ja ja!! ????
Terminado el segundo libro ya solo me quedan 7.
No es que digas nada que no sepamos, sino más bien como lo dices y sobretodo desde donde ❤️.
Te escribiría sabanas de pensamientos como regalo, pero creo que aquí no caben ????????.
Nos vemos en el camino.
Gracias por las risas????
Que los disfrutes. Es un placer escribir si hay alguien leyéndote. Mil gracias
Pues claro que te leemos!!!
Tanto que ya voy por el 6 libro, en tiempo récord. Eso pasa cuando haces las cosas con pasión como dices, el mundo fuera desaparece. Y aparece la magia. ????