Delhi. La pista está seca, los frenos funcionan a la perfección, y bailo al ritmo que marcan las curvas y la pendiente para reencontrarme con el río Sutlej. Voy siguiendo a un camión de la basura que traslada un contenedor que lleva varios días en Reckong Peo. Nada me permite imaginar lo que ocurrirá con el camión. El cielo brilla como si ayer hubiera estado lloviendo (lo hizo) y la luz comienza a desvelar pequeños y misteriosos huecos en la montaña.
El camión se detiene al borde del río y vierte toda al basura a las grises aguas. ¡No te creo!
Si amigo. India es un país de extremos, cuna de religiones, de gentes pacientes menos cuando conducen, de cielos limpios y ríos sucios. Tras adorar a los ríos, a las vacas, los monos…, se permiten el lujo y la contradicción de mandar toda su porquería a las aguas. Me duele el alma de ver ese desprecio a la naturaleza, que da tanto por nada, y con la rabia en el alma prosigo siguiendo el curso del río Sutlej.
Me contento con llegar a Pooh, otra subida pero menos que la de Reckong Peo, para encontrar un gran lugar donde alojarme. El Om Hotel, cuyo dueño Tenzin, me abre una de sus maravillosas habitaciones sobre el valle. Su familia tiene también varias plantaciones de manzanas, famosas en toda la India las de esta zona, y un negocio de construcción. Uno de sus tíos es el abad del monasterio de Pooh y ha pasado 42 meses encerrado en una cueva, sin contacto exterior y siendo alimentado a través de una ventanita en la que dejaban su comida, haciendo meditación. Tengo la oportunidad de conversar con él por la mañana, y no será la única conversación que tenga con alguien especial en ese sentido en este viaje. Más adelante conoceré a la decimonovena reencarnación de Lotsawa (El Gran Traductor) Rinchen Zangpo (958-1055).
Por la noche Tinzen me invita a su casa a cenar y así poder conocer otra forma particular de vida y de hacer las cosas. Se come sentado en el suelo y recostado en la pared delante de una pequeña mesa en la que, a primera vista, parece que es donde uno debe sentarse. La cena consiste en vegetales locales y un poco de licor fermentado por la familia. Evito beber demasiado porque se que la altura no permite jugar con esos líquidos.
Tenzin conoce otras personas de los lugares por los que voy a pasar y me pone en contacto con ellos para facilitarme las cosas.
Con un poco de lluvia y un cielo gris, entro en Nako, una población que no esconde sus raíces tibetanas o budistas. Las banderas agitan al viento sus oraciones y acompañan con sus sonidos el lento regreso de los habitantes a sus casas. Vienen de los campos de cultivo que abundan en esta población y que evitan que las Guest House y los Hoteles tomen posesión del terreno. Hay, de hecho, como dos Nakos. El de los turistas y el de los locales, con casas de adobe, puertas de madera bajas, y leña en el techo esperando el invierno que no avisará su entrada.
Shanta, avisado por varios amigos de mi llegada, no me puede alojar en sus famosas tiendas, pero si en una Guest House con vistas al diminuto lago. Zambhala Guest House en donde caigo molido sin querer probar bocado.
La siguiente etapa es más corta y sencilla. Solo hasta Tabo, famosa por su monasterio de más de 1.000 años, construido en adobe y cuyas paredes están decoradas con miles de motivos y Budas que no se han querido desprender aún de las paredes. El dueño del hotel Maitreya Regency me convida a una de sus lujosas habitaciones y me acompaña hasta el monasterio. Permanecemos sentados en silencio durante un rato que se me hace deliciosamente eterno. No quiero que se acabe. Tabo cuenta con varias cuevas en las que muchos estudiantes de meditación y yoga del monasterio se encierran durante horas o días a practicar la difícil tarea de observar la mente sin caer en sus pensamientos.
Todo me va llevando, de forma lenta y natural, hacia esta forma de entender la vida que es el Budismo, donde nada se impone sino que se ofrece.
Y de la misma manera el camino se dirige hacia monasterios más increíbles. Por casualidad pedí en la recepción del Hotel algún libro de la zona y, en la portada, aparecía la fotografía del monasterio de Dhankar. Incrustado en la montaña, con funciones originarias más de fuerte que de lugar de oración. Catorce curvas conducen hasta allá arriba y no dude un segundo en ascenderlas todas, intentando centrarme en mi respiración y no en llegar. Ejercicio que me ayudó a llegar. Menos lo deseas y más lo tienes, podría ser la moraleja.
A casi 4.000 metros de altura, ir despacio no es una opción por la que uno se decante. Más bien una imposición del entorno. Pero prosigo mi camino hacia otro Kaza para conocer un gran personaje. El dueño del Hotel Deyzor.
Karen ha viajado en bici por varios países junto a su compañera australiana, y decidió abrir este Hotel que es al mismo tiempo un refugio de perros abandonados. Como Simba, el enorme San Bernardo que no es más simpático porque no quiere. Aunque no hay habitaciones libres, me permite acampara en el jardín, pues la sala de meditación también está ocupada por su amigo Sertaj. Se ha venido aquí a pintar y me regala un retrato sobre mí. Es mi última oportunidad de tener internet en varios días y, a decir verdad, es una delicia poder transitar por el mundo sin esa dependencia.
El día de descanso lo dedico a lavar la ropa y actualizar algunas redes sociales. Pero también a charlar y observar como los turistas pasan de puntillas por algunos lugares sin detener su mirada más de lo que dura el encuadre de la foto.
Sertaj también está de voluntario aquí y ofrece clases de pintura y cuentos en la biblioteca local para siete niñas de la zona. Me invita a ir al día siguiente para hacer un poco de magia, llevar unas risas, y tratar de romper la timidez de esa infancia. Al final de mi intervención apareció el Nono, o autoridad más importante de Kaza, con quien conversé un rato.
Continué al día siguiente hacia el Monasterio Key y por casualidad reparé en un signo en la ventana del edificio adyacente. Para ver al director es preciso cita previa, decía en inglés.
Subí a verle inventándome a cada peldaño de la escalera una excusa. Al llegar a la sala había más personas esperando. Una de ellas era el Nono, que había conocido el día anterior. Buena señal, pensé.
Aguardamos más de una hora y, ya estaba pensando en irme, cuando apareció Lochen Rimpoché, 19 reencarnación de Rinchen Zangpo (958-1055). Me quedé sin palabras al verle, tal era su energía. Las personas se postraban al verle, nadie le miraba a los ojos, y le entregaban Katas (pañuelos de sed ade color blanco o amarillo) en señal de agradecimiento tras haber venido de un viaje al exterior.
Proseguí hacia Kibber, el pueblo habitado de forma permanente de más altitud del mundo, 4.200, y me senté a comer algo. No pude siquiera subir al restaurante de la humilde casa y les pedí que me bajaran la comida a la calle. Aún el día traería más sorpresas pero no quiero que la crónica se alargue y continuaré más adelante.
Paz y Bien, el biciclown.
Esto de viajar y ver a través de tus palabras, las imágenes y de tus vivencias es una experiencia sublime…siempre magia.. Gracias! Namasté!
Gracias Carolina, seguro que si has leído algún libro mío has sentido esa magia también.
Waoo excelente experiencia, gracias por compartir. La India es mágico pronto quiero seguir tu ruta
Gracias Alvaro por hacerme recordar una de las zonas más bonitas de India, tus palabras son un viaje para la imaginación. ¡¡¡¡Suerte en tu aventura¡¡¡