Allí me esperaba un universo de colores, formas y volúmenes que sólo había visto ante en el acuario de Bangkok (invitado por mi amigo brasileño Joel). Pero no es lo mismo ver a esos peces de imposibles colores detrás de una vidriera que hacerlo sumergido en esas aguas de color verde, rodeado por minúsculas montañas de corales que parecen selvas impenetrables. Y contemplar un tiburón, por pequeño que sea, a un palmo de tus narices es una experiencia que provoca una rápida ascensión a la superficie.
A la tarde consultaba en un libro los nombres de los peces que más me habían llamado la atención mientras buceaba con las gafas y el tubo. Y, evidentemente, la palma de oro se la llevó el pez clown. No le ví actuar, pero debió ser por poco, pues nadaba hacia mí perfectamente maquillado. No tenía a mano mi nariz de payaso pero creo que me reconoció: tropezó en un coral y rodó por la arena en una elegante y estúpida voltereta que provocó las risas del pez trompeta, que se arrancó en un solo que hubiera firmado el mismo Miles Davis. Pero la comedia se interrumpió cuando llegó el tiburón. La morena se deslizó en una roca cuya entrada se sabía de memoria y el pez volador recogió velas.
Si no hubiera otro barco de la compañía Pelni esperándome en el puerto de Kalabahi tal vez aún estaba buscando peces en el libro o, mejor aún, buceando sin saber de sus nombres. No es necesario saber todo para disfrutar de todo. Es más, a veces, cuanto más sabes menos disfrutas. El placer va muy ligado a la sorpresa. Así por ejemplo, ahora mismo me acabo de meter un plátano asado con salsa de chocolate que ha sorprendido gratamente a mi paladar. Cuando he salido a la calle no tenía intención de comer, pero?
Los días de descanso en Kalabahi y alrededores fueron totalmente necesarios para la nueva experiencia Pelni. Más de dos días en un barco lleno de personas que no son conscientes que arrojar basura al mar es tirársela a sus propios hijos a la cara. Que no son capaces de respetar las señales de no fumar porque su adicción es mucho más fuerte. Las mujeres se abanican con trozos de cartón y abanican a sus hijos para ahuyentarles el humo sin quajarse. Generalmente el que fuma es su propio marido.
Por treinta dólares tienes derecho a un pedazo de suelo, a una bandeja con arroz blanco (sin salsa y sin gracia) y a un trozo de pescado de 20 gramos. Es tan pequeño que no hace falta partirlo sino para entretenerse un rato. Eso tres veces en una jornada. Durante todo el día se comunican por los altavoces un resumen de las películas que luego se exhibirán en el pequeño teatro de 20 plazas. El que las selecciona trabaja dos meses en el barco y tiene luego dos semanas libres para ver a su única hija. La entrada cuesta un dólar y las películas (mexicanas, inglesas, chinas, coreanas?) son subtituladas en indonesia. Alguna de ellas con títulos tan elocuentes como Los cuentos del Kamasutra. A menos de 50 metros de donde se retransmiten esas escenas calientes una flecha marca la dirección a La Meca. La mezquita recibe visitas solamente a la hora de la oración. A otras horas es usada para dormir. A las cinco de la mañana por los altavoces se despierta a todos los tripulantes, sin importar su religión, para ir a arrodillarse ante Ala. Cuando por fin puse un pie en tierra todo se me movía un poco. Pero estaba contento de dejar atrás el arroz blanco, los altavoces y la falta de respeto por el mar. Qué le habrá hecho el mar a los indonesios para que lo traten tal mal.
Ahora en Makassar me he reencontrado con los coches, las farolas y los puestos de comida callejera. Para celebrar mi licenciatura de marinero me he comido un pescado y unas gambas por 2 euros. Un día es un día. Cuando me han traído el arroz blanco le he sonreído a la camarera indicándole con un gesto que se lo podía llevar bien lejos. Al menos hoy no. Aunque debo reconocer que la ingesta abundante de arroz me ayudó a evitar visitas al baño del Pelni, muchos de los cuales estaban atascados y fuera de uso. Las cucarachas en los retretes alcanzarían en un libro de zoología la calificación de vertebrados. Aunque también las había en el hotel donde me alojé. Al avisar a recepción de la existencia de esos bichos en mi habitación me contestaron que era normal, pues era un hotel barato.
He de confesar que los indonesios comienzan a agotarme. La carretera más bien parece una calle de una ciudad ante la ininterrumpida sucesión de casas. Apostados en la baranda no dejan de gritarme Hello Mister, seguido de unas estúpidas risitas. Es un humor infantil que, proviniendo de adultos, me desconcierta hasta agotarme. Recorro esta parte del país, famoso por su chocolate y por su café, en la época en la que los mangos se suicidan arrojándose de la última rama. Aquélla que, doblada por el peso, recupera su tensión al soltar la fruta ya madura.
Desde la ruta, rumbo a Rantepao, Paz y Bien, el biciclown.
Colores sin Photoshop |