Una isla para no perderse
Cuando abandoné Siria rumbo a Turquía, en el último control policial, un militar me aguardaba plantado delante de la barrera. Me detuve y le extendí mi pasaporte. Lo tomó con ambas manos y lo hojeó en busca del sello de salida. Al verlo, y al comprobar que yo era español, me agarró la cara con la suavidad con la que una madre levanta a su hijo de la siesta y al mismo tiempo con la determinación con la que el árbitro pital el final del partido, y me plantó un beso en la mejilla diciendo:
«Ahalan wa salan» ( o sea, bienvenido).
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