Aunque no me lo parece ya ha pasado una semana desde que aterricé en Thailandia. El vuelo fue demasiado corto. Como un niño suelto en una pajarería, aún no había terminado de enredar con todos los botones que estaban al alcance de mi mano, cuando aterrizamos sin ninguna emoción en Thailandia. Digo sin emoción en el sentido Indio. Ningún avión hizo un adelantamiento imprevisto por la pista tocando la bocina, ni los coches de bomberos hacían sonar la sirena solo por matar las horas. Todo parecía civilizado, organizado desde el más allá, con una limpieza de quirófano. Antes de llegar a por las maletas, mi Karma ya estaba aguardándome en la sección de equipajes voluminosos. Media hora más tarde salía del aeropuerto rodando con mi bici y mis maletas mientras los pasajeros aguardaban taxi. Obtener la visa de Thailandia fue más fácil que encontrar una papelera en Calcuta. El policía ni siquiera me hizo una sola pregunta. Ni se dirigió a mí. Pegó el sello, consumiendo otra de mis valiosas hojas, y bajó la vista.