(Kolochova) No han pasado ni cinco minutos desde que he sobrepasado a una carreta tirada por un caballo cuando me adelante un Mercedes. Si, de acuerdo, no es el último modelo pero es un coche desproporcionado para el ambiente que nos rodea y para el suelo que pisamos. En ocasiones un asfalto parcheado una y mil veces que otorga a la superficie más curvas y ondulaciones que una montaña rusa y que me hacen bailar aunque no lo desee, en otras piedras, grandes y mayores, puntiagudas, cuadradas, ariscas, inestables, antipáticas y demoledoras, que convierten mis pedaladas en una procesión de Semana Santa. Completar cincuenta kilómetros es un arduo trabajo también debido a que no se muy bien hacia donde ir. Los carteles están en un alfabeto desconocido y es inútil abrir mi mapa de un euro comprado en la primera gasolinera de la Frontera entre Polonia y Ucrania. Solo muestra las principales carreteras pero no las más rurales que son las que me interesan porque en ellas no hay tanto tráfico y además los autos no tienen como ir rápido.
Ucrania es un enorme y variopinto territorio que mira con cierta envidia a Europa, mas está lejos de llegar a formar parte de esa UE, aunque quisiera, porque habría tanto que armonizar en Ucrania que la integración sería eterna. Ucrania, al igual que Uzbekistán, Lituania y otros países de la desaparecida Unión Soviética, huele a vodka, a caminos destruidos, a vacas encadenadas a una estaca movida a diario, a más vodka que por algo es más barato que el café, a madera apilada sobre los muros de las casas con la doble finalidad de dotar de mayor aislamiento a las paredes y de guardar leña para el invierno que ya llega, a mujeres en minifalda los domingos para ir a misa pero con un pañuelito en la cabeza como si la sensualidad estuviera allí y no en sus pisadas de tacón sobre un suelo tan irregular como las escalas sociales.
Los hay muy ricos y los hay, la mayoría, muy trabajadores que deben cuidar su vaca o sus cabras porque si se mueren no hay más.
Las tiendas-bar son las más populares y lo mismo venden salchichas, que ositos de peluche, cuadernos para la escuela, crédito para el teléfono o vodka.
Los primeros días en este país pensé que no conseguiría conectarme nunca a internet. Aunque en algun pueblito hay bibliotecas dentro se apilan sillas y polvo, no ordenadores. Una de esas mañanas en que asomé mis narices a un edificio municipal con alguna opción de tener internet, acabé sentado tecleando el ordenador del alcalde mientras la secretaria iba a comprar café. Coincidía mi llegada con el cumpleaños del Ministro de Bosques, cincuenta y cinco años, y en la mesa vacía minutos antes crecieron tomates, queso, salchicha y claro está vodka. Si aceptas el primer vasito estás perdido así que tocándome el lado izquierdo de mi pecho y poniendo cara de enfermo me libré de la primera, la segunda y la tercera ronda. Hacía más efecto en mi el cafe que en ellos el vodka.
El buen ambiente y la camaredería se sobreponían a nuestra falta de lengua común en que comunicarnos. Como he dicho muchas veces y recalco en mis conferencias, el idioma no es más que una forma de comunicarse, pero hay otras muchas, como la risa por ejemplo.
Conectarme a internet duró unos quince minutos, pero la fiesta y la despedida se alargó más de una hora. Eso unido a que los días son cortos hace que ya no pueda alcanzar los cien kilómetros por día.
Voy dando tumbos por Ucrania, no debido al vodka sino a los baches, y apartándome de todo centro urbano con más de cinco casas. Los bosques son mis amigos y en ellos encuentro cobijo por las noches cuando en el cielo se reúnen las estrellas para darme su compañía.
Entrar y salir de Ucrania en bicicleta es tan difícil que sólo hay algunas fronteras donde está permitido. Mañana o pasado mañana, saldré por una de ellas rumbo a Rumania. La lluvia arrecia hoy y es una buena ocasión para preparar la siguiente etapa y hacer acopio de fuerzas.
Paz y Bien, el biciclown.